Azul es Cultura

Federico Escribal, gestor cultural e integrante de la Plataforma Federal de Cultura

“El trabajo colectivo en cultura conlleva una ética solidaria trascendente en estas épocas de hiperindividualismo”

Detrás de abstracciones como “la cultura, alimento del alma” se esconde una restricción para entender la dimensión laboral, mundana y corpórea de la producción simbólica, las artes y la promoción cultural. Hace más de cuarenta años, la UNESCO adoptó la Recomendación sobre la condición del artista, que busca regular la acción de los Estados en torno a cuestiones básicas como la formación, la seguridad social, el empleo, los ingresos y las condiciones impositivas, la movilidad y la libertad de expresión de quienes se desempeñan en ese sector. Sin embargo, esos temas siguen sin ser abordados sistémicamente y no terminan de instalarse en la agenda pública con la suficiencia política que el sector requiere.
En el marco de la Semana de la Extensión de la UNICEN que se pondrá en marcha el próximo lunes, la Facultad de Arte propone un debate actual y urgente: “Trabajar con cultura: debates pospandémicos. Del cooperativisimo al mito de la autogestión” que contará con las participaciones de Federico Escribal (Universidad Nacional de las Artes – Departamento de Folklore) y Martín Flax (Director de Cooperativismo Cultural del INAES).
El debate pretende caracterizar brevemente la forma que adopta nuestro país, tensionado por otros de mayor alcance como el de la economía social, el ingreso universal y la transmutación del empleo, en el marco de la digitalización. Pero también busca identificar una agenda de acción colectiva posible que promueva el fortalecimiento de la organización popular del sector.
“Desde la Facultad de Arte, queremos que esta Semana de la Extensión habilite las voces de los y las artistas de la ciudad, poniendo en relieve las trayectorias, los deseos, las experiencias, las formas de construir, los procesos creativos, los vínculos personales y territoriales. Es una instancia para pensar y repensar el rol de la universidad pública y las instituciones de formación artística: el compromiso social que asumen y que se traduce finalmente en una multiplicidad de construcciones e intervenciones artísticas”, sintetiza Anabela Tvihaug, secretaria de Extensión de esa unidad académica.

La precariedad cultural a debate
Federico Escribal es gestor cultural especializado en políticas culturales, diversidad y derechos culturales. Su campo de investigación es el de las políticas culturales, desde un enfoque de derechos y basado en la perspectiva intercultural. Entre 2011 y 2015 fue director Nacional de promoción de los Derechos culturales y Diversidad cultural a nivel nacional y actualmente forma parte de la Plataforma Federal de Cultura.
“La pandemia volvió a visibilizar la precariedad estructural del sector cultural, en términos de derechos laborales. La cuarentena colectiva, con una extensión inusual, fue atravesada por una nueva condición: la digitalización. Este cruce, aún no universalizado -dado que amplios sectores sociales no cuentan con condiciones habitacionales mínimas, menos aún de tecnología y conectividad- generó escenarios novedosos.”, adelanta Escribal.

¿Qué nuevos aspectos en el debate del ser y hacer de un trabajador de la cultura introdujo la postpandemia?
Por un lado, la percepción social del arte en todas sus variables como un refugio ante la restricción de la socialización; especialmente en contextos urbanos en los que la familia como unidad microsocial se ha ido desarticulando y mucha gente vive sola. Atravesó la pandemia encerrada y sola, al menos en una porción amplia. Como se dijo: “si el encierro te parece insuperablemente malo, intentá pasarlo sin arte”.
Por más problemático que sea delimitar el arte -y la necesidad urgente de hacerlo por fuera del mandato moderno/occidental que heredamos- detrás de cada experiencia simbólica hay dos sujetos dinamizadores. Uno necesariamente colectivo que es el pueblo, que elabora la trama de sentido general a partir de la cual se elabora y en la cual se inserta la propuesta creativa. Otro, que puede ser colectivo o individual, que es quien construye la incidencia ético/estética que es la experiencia o bien de base simbólica.
Las condiciones en las que esto se lleva adelante son penosas. Inicialmente, un desaliento vocacional: si te interesa la cultura o el arte la pregunta que se impone es ¿y de qué vas a vivir? Si se sostiene la decisión, aparece la inasibilidad del campo laboral que requiere del desarrollo de experiencia y legitimidad en un grado superlativo para la inserción del sujeto ¿quién puede sostenerse en este esquema? Mayoritariamente, quien tenga condiciones objetivas resueltas por fuera de su ingreso laboral, lo que sesga quién se mantiene en la producción simbólica y quién no. Básicamente, se reproduce un sistema de producción artística basado en las clases medias y acomodadas en lo económico. Condiciones básicas como la seguridad social (jubilación) están absolutamente fuera del registro del debate social. Y los Estados, que se comprometieron en el último siglo con los derechos culturales de su población, sostienen políticas culturales basadas en lo artístico y restringidas a los circuitos de legitimidad propios de cada lenguaje, sin poner al pueblo como sujeto de derecho colectivo en el centro de su reflexión.
Si bien la postpandemia apareció como un momento de visibilidad del debate, con la renormalización de las sociedades desiguales estos temas vuelven a quedar rezagados en la agenda pública.

Hay una suerte de “estigma” por lo autogestionado que suele emparejarse con la informalidad laboral. ¿Cómo es la situación en los trabajadores de la cultura? ¿Y cómo el panorama de los emprendimientos cooperativos en ese sector?
La autogestión aparece como narrativa complementaria del giro economicista que la primera oleada neoliberal imprimió a la cultura. Ana Wortman identifica una serie de términos que hasta ese momento resultaban muy lejanos a lo cultural y su fenomenología (como eficiencia, sustentabilidad) y que aparecen como imperativos para la práctica artística. Con el mandato autogestivo, el Estado puede retirarse cómodamente de esos compromisos asumidos en el marco del paradigma de derechos humanos y permitir el ingreso de los grandes capitales trasnacionales que hoy regulan qué producimos, qué circula y que no y qué se consume en cultura, con todo lo que eso conlleva en la producción de subjetividades: formas de ver el mundo, estereotipos, etcétera.
En nuestro país, los Derechos Culturales se asumen con rango constitucional a partir de la reforma del 94, sembrando lo que estructura el sistema de la economía de la cultura contemporáneo: la captación de la renta cultural por parte de los grandes jugadores del capitalismo de plataformas. Mientras la cultura aporta entre el 2 y el 3% del PBI nacional, una mayoría de los que quieren producir arte son desestimulados, y las mayorías, precarizadas ¿Cómo se explica esto? Justamente, por los márgenes de ganancia de las empresas desnacionalizadas que operan globalmente y expandieron su base de usuarios en los últimos años -y ridículamente en la pandemia- e invierten mínimamente en trayectorias que ya hayan demostrado su viabilidad en términos de audiencias. Si no se toma ese toro por las astas, toda discusión es complementaria.
Al mismo tiempo, en esta sopa de contradicciones, trabajos como el de Karina Mauro nos permiten entender que las formas de la precariedad están determinadas por circuitos singulares: la singularidad del entorno de las relaciones laborales de un artista callejero en Tandil difieren drásticamente del de un YouTuber del sur de Mendoza o de un músico misionero. Pero, a su vez, están atravesados por problemáticas compartidas, como las reseñadas previamente: la dificultad de lograr ingresos estables o la informalidad a la que los fuerza un sistema tributario diseñado sin considerar su especificidad.

Autogestión: ¿desde qué bases se define y cuál es la importancia de contar con una herramienta específica para el sector, como el monotributo cultural?
Desde la Plataforma Federal de Cultura pensamos que el desarrollo de dispositivos específicos para el sector, diseñados desde sus condiciones peculiares, resulta urgente. En el marco de la campaña del Frente de Todos propusimos la creación de un monotributo cultural, inspirado en la experiencia del monotributo social, que permitiera reconocer la estacionalidad y discontinuidad del ingreso de la mayoría de las y los artistas nacionales.
Más allá del avance de esta propuesta específica, saludamos el impulso del Instituto Nacional de Economía Social en torno al cooperativismo cultural, en tanto creemos que, si bien como dijimos inicialmente el arte puede ser interpretado individual o colectivamente, el trabajo colectivo en cultura conlleva una ética solidaria que resulta más trascendente en estas épocas de hiperindividualismo y liberalización de las pautas culturales. El desafío último es construir comunidad para poder reconocernos como pueblo: entender que compartimos un pasado que construyó este presente, pero sobre todo que nos une un futuro común. Y que para poder aprovecharlo, garantizando condiciones dignas para nuestra gente y apuntando a su felicidad, es indispensable recuperar los lazos fraternos mínimos.
A nuestro entender, esa es la misión de la cultura, mucho más que las abstracciones iluministas (que arrastramos como estigma) de «alimentar las almas».

El debate es abierto a la comunidad.

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